Federico González: La Tradición Viva
Francisco Ariza
II
LOS SíMBOLOS PRECOLOMBINOS
COSMOGONíA, TEOGONíA, CULTURA

Símbolo
en la portada
de la primera edición
Mencionamos
anteriormente el Programa Agartha,
y ciertamente, siguiendo un orden cronológico, ésta sería
la segunda obra en publicarse. Sin ebargo, y como ya dijimos, ese
Programa estaba
estructurado en forma de fascículos que se iban distribuyendo
semanalmente, no tomando el formato de libro propiamente hablando sino
hasta el año 2003 en que salió publicado en la revista
SYMBOLOS en su Nº 25-26, y bajo el título definitivo de Introducción
a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha.
El año 1989 aparece Los
Símbolos Precolombinos: Cosmogonía, Teogonía, Cultura (Ed. Obelisco), libro
que ha conocido una nueva edición en el año 2003 bajo
un título ligeramente distinto: El Simbolismo Precolombino:
Cosmovisión de las culturas arcaicas (Ed. Kier), el cual
se ha visto enriquecido con numerosos grabados que ilustran el texto
al mismo tiempo que constituyen por sí solos toda una meditación
en el carácter mnemotécnico del símbolo, en este
caso precolombino. Diremos que las citas que a continuación
haremos de este libro las hemos tomado de esta nueva edición.
En la cronología de la obra de nuestro director existe una
lógica en el hecho de que el primer libro publicado fuese el
de La Rueda, pues como ya dijimos en éste se vierte la
síntesis de todo lo que constituyó su enseñanza
oral a lo largo de muchos años y fruto del estudio y vivencia
directa de la energía-fuerza del símbolo, es decir de
su ritualización e incorporación a la propia cotidianidad
de la existencia, que es una condición imprescindible, según
nos enseña constantemente esa obra, para que las ideas que vehiculan
los símbolos se revelen con toda su intensidad a nuestra conciencia
y operen su transmutación. "La vida va en serio",
ha dicho muchas veces Federico.
Esos estudios
y esa vivencia no se circunscribirían tan sólo
a la simbólica específicamente hermética y de la
tradición occidental, sino que abarcarían también
a las tradiciones precolombinas, y fruto de esto último es precisamente
este libro que debemos considerar como fundamental en la bibliografía
de su autor. Naturalmente el de La Rueda también lo es,
como lo son todos y por distintos motivos (pues en realidad su conjunto
es el resultado de la unidad intrínseca que a todos relaciona
y entrelaza, como sucede con cualquier sistema ordenado, el cosmos por
ejemplo, y bajo esa óptica hay que abordarlos), pero en El
Simbolismo Precolombino de alguna manera se expresa la plenitud
del pensamiento del autor sobre la Ciencia Sagrada y la Filosofía
Perenne al estar dicho en él todo lo esencial sobre ellas, abriendo
al mismo tiempo numerosos ámbitos de trabajo con los símbolos
universales, por lo que siempre será una referencia doctrinal
importantísima y un modelo permanente de lo que ha de ser una
investigación seria y ordenada sobre la Tradición y la
Cultura, y en este sentido podemos decir que este libro es complementario
con el de La Rueda y también con sus dos obras más
recientes: Hermetismo
y Masonería: Doctrina, Historia, Actualidad,
y por otro lado Las
Utopías Renacentistas: Esoterismo y Símbolo. [Posteriormente
a la publicación de este artículo ha aparecido Presencia
viva de la Cábala].
Asimismo, las culturas y
civilizaciones que conformaron el mundo precolombino nos pueden servir
de paradigma para tener una idea de cómo fue
la génesis y desarrollo de las sociedades de la Antigüedad,
y de cómo también se relacionaban entre sí las
que convivían en una misma área geográfica, e incluso
en un continente entero (como el caso mismo de América o del área
Mediterránea, o del Africa negra, o de Oceanía, etc.),
y de cómo, en fin, aquellas sociedades concebían precisamente
esa génesis y ese desarrollo en el tiempo (incluso su decadencia
y desaparición, total o parcial), ajenas por completo a cualquier
tipo de teoría "evolucionista" y "progresista" tan
característica de la mentalidad racionalista (que no racional),
que en un momento determinado de la historia va invadiendo poco a poco
el mundo entero a partir de su epicentro europeo. En este sentido he
aquí lo que se nos dice en las págs. 51-52:
Desde los esquimales y
los indios de Canadá y Norteamérica,
hasta los araucas y pampas de Chile y Argentina, se extiende un inmenso
complejo de mitos, tradiciones, símbolos, ritos, usos y costumbres,
formas de vida, etc., que pese a su variedad se articulan coherentemente
y nos proyectan una imagen de lo que fueron esas culturas antes de la
conquista y la colonización, aunque muchas de ellas ya se habían
perdido por ese entonces –o refundido con otras– o se hallaban
más o menos tergiversadas con respecto a sus orígenes,
solidificadas en formas menores por designios históricos a través
de razones políticas y económicas. Por otra parte al arribo
de los europeos este enorme rompecabezas de culturas se hallaba en estados
disímiles de 'desarrollo'. Este 'desarrollo' al que nos referimos
no es de ningún modo 'progresivo', como si fuese un avance conjunto
y lineal del hombre como miembro de la evolución de la especie,
o como inventor de los 'adelantos' científicos, sino que aquí es
considerado en cuanto a las diferentes etapas cíclicas –nacimiento,
juventud, madurez, decadencia– en que normalmente se desenvuelve
cualquier cultura para finalmente desaparecer, y volver a surgir en
otra forma, que se genera a partir de los gérmenes antiguos y
que correrá igual suerte que sus precedentes y las que le seguirán.
Esto es particularmente claro en la América Antigua, donde los
restos de viejas civilizaciones convivían –y conviven– con
nuevas maneras y modos culturales en distintas etapas de evolución –por
diferentes motivos particulares–, lo que configuraba un complicado
mosaico de pueblos, un enjambre de costumbres y usos, de formas y colores
múltiples y cambiantes –que a veces coexisten en una misma
sociedad– pero con un soporte, una estructura común, constituyendo
un todo vivo y dinámico. Un conjunto de ciclos y ruedas que se
interrelacionaban entre sí y se comprendían las unas dentro
de las otras y éstas a su vez con unas terceras, etc., con lo
que todas directa o indirectamente estaban integradas en un continente.
Tal si fueran engranajes independientes pero interligados, encajando
con otros con los que componían el mapa o panorama de América.
Dicho esto, no pasa inadvertido
que la primera edición de El
Simbolismo Precolombino se publica prácticamente cuando
están a punto de cumplirse los quinientos años del "descubrimiento" de
América, lo que conforma un ciclo histórico completo.
Lo decimos para destacar el hecho de que este libro también
supone un "redescubrimiento de América" (y este es
precisamente el título de uno de sus capítulos), en el
sentido de conocer lo que fueron verdaderamente aquellas culturas anteriores
a la llegada de los europeos, su Arte y también su Ciencia (de
una extraordinaria y sutil complejidad), y su Metafísica, así como
su concepción sagrada del mundo y de la vida, las gestas creadoras
de sus dioses y de sus héroes civilizadores descritas en sus
textos revelados, etc. Sin duda alguna la pérdida prácticamente
completa de esas culturas, y consecuentemente de las estructuras del
pensamiento que las hicieron posible, resulta desoladora, nos dice
Federico, y más cuando se alcanza a comprender la magnitud y
la calidad de esas civilizaciones tradicionales, que tuvieron unas
características propias tan sutiles y sorprendentes en algunos
casos que no se las puede hallar en ninguna otra parte:
Quien se haya dejado fascinar
por la atmósfera y la belleza
de las civilizaciones precolombinas podrá comprender con claridad
a qué nos estamos refiriendo. Daremos un sencillo ejemplo apenas
emulado por la mitología griega. Se trata en este caso de los
mitos mayas de la creación, los que se expresan de manera notoriamente
humorística, pero con una comicidad áspera y gruesa, cuando
no grotesca y sangrienta. Pues toda gestación –la del sol,
la del hombre, la del maíz– parecería ser el fruto
del engaño, la burla, la dificultad, la contradicción,
el castigo o la venganza, expresados de una forma casi tan cínica
y sardónica como desenfadada que, por cruda, pudiera parecer
chocante. El sacrificio y el crimen ritual y la constante contradicción
de los opuestos se contraponen en una astuta danza de ritmos encontrados,
descabellada y desopilante, en la que domina la presencia permanente
de lo discontinuo, lo intempestivo y lo absurdo, de lo absolutamente
paradójico e irreal y donde el único elemento constante
es la transformación de los seres y la mutación de las
formas que aparecen y desaparecen, mueren y nacen y participan de una
misma sustancia universal. Esta descripción de los orígenes
(es decir la forma que toma para los indígenas cualquier concepción)
tiene en su base algo absolutamente extraordinario, asombroso, desproporcionado,
tal vez monstruoso y por cierto sagrado, que despierta como reacción
inmediata de atracción y rechazo la hilaridad y provoca la carcajada
como una manera de evocación del hecho asombroso o divino, del
tiempo atemporal, llamando así al hado mediante la exaltación,
el regocijo desmesurado –capaz de producir un estado análogo
al del tiempo mítico, las chanzas, fiestas y libaciones rituales.
Tal vez sea necesario realizar un esfuerzo psicológico cada vez
que nos encontremos con ejemplos como éste en nuestra investigación
del mundo precolombino y en general en todos los estudios universales
referidos a símbolos, mitos y ritos, pues éstos, como
manifestación de lo sagrado son bien distintos de lo que el hombre
ordinario pretende o imagina. Si no se efectúa este trabajo y
no somos capaces al menos de variar nuestra perspectiva, de cambiar
el punto de vista respecto a la comprensión de estas expresiones,
ellas nos parecerán burda y simplona ignorancia llena de superstición,
de acuerdo a patrones y programaciones donde la deidad, lo sagrado,
es vinculado estrechamente con la pompa, la solemnidad, lo "sublime" las
maneras exteriores y la higiene, cuando no con una pretendida austeridad
egoísta y seca, no creativa, o una actividad devota y moralista
("La Simbología Americana", p. 26-27-28).
Títulos como este último, o como "Los Símbolos,
los Mitos y los Ritos", "El Centro y el Eje", "El
Mundo Precolombino", "Ciertas Peculiaridades en la Visión
del Mundo de una Sociedad Arcaica", "La Iniciación", "Cosmogonía
y Teogonía", "El Cosmos y la Deidad", "La
Dualidad: Energías Descendentes y Ascendentes", "Algunos
Símbolos Fundamentales", "El Simbolismo Constructivo", "Plantas
y Animales Sagrados", "Arte y Cosmogonía", "Mitología
y Popol Vuh", etc., de entre los 20 que componen el libro,
nos ayudan a conocer, o en cualquier caso a despertar el interés
por conocer la inmensa riqueza de las culturas precolombinas, "equiparables
a las más sabias y refinadas del mundo entero". A todo ello
efectivamente se nos convoca con esta obra, pues los testimonios y los
fragmentos todavía vivos que quedan de ellas están ahí para
todo aquel que quiera acercarse a ellos sin ningún tipo de prejuicio,
ya que:
lo único que se necesita para realizar una investigación
de esta naturaleza es buena voluntad, interés y paciencia, armas
con las que se puede conquistar la comprensión de las culturas
precolombinas, tanto en su carácter formal o substancial de manifestación,
invariablemente rico, admirable y sugerente, como en su realidad, es
decir, en su auténtica raíz, en su esencia; lo que es
comprenderlas de verdad, o sea, hacer nuestros esos valores, ese conocimiento,
que nos legaron. También es comprender una sociedad tradicional
e igualmente la mentalidad arcaica, origen de todas las grandes civilizaciones,
entre las cuales se destaca la precolombina, a la par de las mayores
conocidas que se hayan dado tanto en Occidente como en Oriente.
Por otra parte, descubrir
su cosmovisión, a veces análoga
y a veces exacta a la de otros pueblos es (…) igualmente la prueba
de que existe una cosmogonía arquetípica, un modelo del
universo cuya estructura manifiesta lo que se ha dado en llamar la Filosofía
Perenne (p. 115).
En realidad esto último es una de las muchas enseñanzas
que se desprenden de El Simbolismo Precolombino, pues en esta
obra extraordinaria (imprescindible para cualquier persona interesada
de verdad en la búsqueda del Conocimiento mediante la Vía
Simbólica, como lo es también otra obra igualmente extraordinaria,
y de la que ésta es ciertamente complementaria: hablamos de Símbolos
Fundamentales de la Ciencia Sagrada, de René Guénon)
los símbolos de las culturas indígenas de América
se enseñan en comunión con los símbolos, ritos
y mitos de esa Cosmogonía Arquetípica y Unánime,
y el resultado no puede ser otro que el alumbramiento de una síntesis
totalizadora que hace pedazos las imágenes de nuestro pequeño
mundo por trivial (el del hombre viejo) y nos hace ver claramente que
el trabajo con la Simbólica no tiene límites en cuanto
al objeto de su investigación, que no es otro, propiamente hablando,
que la historia de las ideas universales (o sea la Historia Arquetípica
y vertical) bajo las cuales esa historia se ha manifestado y que son
el núcleo, centro y directriz de la verdadera Cultura. Los nacidos
en esta época de fin de ciclo somos en realidad herederos de todas las
culturas generadas a lo largo de la historia humana y "desde tiempo
inmemorial", y nada de ellas nos es por tanto ajeno, y reconocer
esto, en lo que ello significa de apertura de la conciencia a otros
espacios más amplios de ella misma, es un jalón importante
en el viaje o aventura del Conocimiento y una de las enseñanzas
básicas que se desprende también de la obra entera de
nuestro autor, que como todas aquellas que tratan de la Ciencia Sagrada
tiene distintos niveles de lectura –pues siempre aparece en ella
una idea nueva que no habíamos advertido antes, o que habíamos
comprendido a un nivel determinado, y que de repente se muestra bañada
bajo una nueva luz, haciendo que nuestra inteligencia se revele un poco
más a sí misma, gradualmente, tal cual se vive todo proceso
que necesita su tiempo de maduración para ser entendido, comprendido
y asimilado de una vez para siempre.
Un ejemplo de esto que decimos
lo tenemos precisamente en el libro del que tratamos (que es también, no hay que olvidarlo, un estudio
sobre lo "arcaico" como quedó dicho), y en donde en
un momento dado se nos dice que si podemos ver con claridad que los
símbolos de todas las culturas:
se refieren a una misma
y única realidad que esos símbolos
describen, y que atestiguan el conocimiento de una cosmo-teogonía
universal como soporte de la realización ontológica y
metafísica, entenderemos no sólo la unidad arquetípica
de las tradiciones y su unánime visión del mundo, sino
que este acontecimiento también se convertirá en un instrumento
para abolir nuestro condicionamiento histórico y las concepciones
mentales que trae aparejadas, convirtiéndose todo el proceso
en una auténtica liberación de perspectivas impuestas
y prejuicios que se vivirán como relativos, secundarios o equivocados.
En el caso de las culturas indígenas el andamiaje de preconceptos,
susceptibilidades y fantasías es tan vasto, que derruir esas
falsas estructuras interiores y salir de la ignorancia es una verdadera
labor intelectual donde el estudio, la meditación y la concentración
en el símbolo, las formas tradicionales, la filosofía
y la antropología, la física y la metafísica, e
igualmente el arte de los antiguos americanos nos servirán de
vehículos catárticos de conocimiento. O sea que nos permitirán
escapar de nuestras valoraciones tan ligeramente aceptadas y de nuestros
condicionamientos a los que tan insensata como funestamente nos aferramos.
Y esta labor de comprensión y síntesis preparará el
terreno para cimentar un nuevo campo mental, un espacio diferente donde
las cosas y la visión que tenemos de ellas y de nosotros mismos
sea distinta y se viva como más auténtica y real en el
sentido de no concebirlas –o de no concebirnos– como entes
aislados del contexto y tan sólo como objetos entre objetos.
Sino que optaremos por vivirnos como sujetos del Conocimiento y por
ende como partícipes de algo vivo y misterioso, siempre actual –y
por lo mismo ahistórico, o transhistórico– susceptible
de ser realizado por cada individuo en el secreto de su intimidad (cap.
XVII. "Arte y Cosmogonía". p. 242-243).
Entender esto es fundamental,
viene a decirnos Federico, pues el símbolo
ha de llevarnos finalmente (y esa es su función esencial) a un
estado de virginidad y de "ignorancia" (la "docta ignorancia" de
que habla Nicolás de Cusa) que nos permita recuperar la capacidad
de asombro ante el Misterio de la Deidad, del Sí Mismo, que se
nos presenta como una realidad absoluta que estremece por su pureza
e inviolabilidad, más allá de cualquier especulación
teórica:
La realidad de lo sagrado,
que se impone por sí misma, es percibida
en la interioridad de la conciencia y se manifiesta como lo único,
lo efectivo y verdadero. Como una presencia no sujeta al devenir, inmutable,
que no necesita de nada ni nadie, ya que en sí misma es eterna.
Frente a esta vivencia donde el hombre alcanza su auténtico ser,
las demás cosas serán entonces relativas y su valor estará dado
en la medida en que a su nivel son las expresiones del Ser Universal,
al que testifican y revelan, pasando a ser símbolos, soportes
del conocimiento, o perennes gestos rituales (p. 47).
Entendemos que con La Rueda (que
es en cierto modo un homenaje a la cultura occidental, es decir a las
ideas motrices que desarrollaron
la civilización europea desde sus orígenes grecolatinos,
herméticos y judeo-cristianos, y que encontraron tres momentos
históricos álgidos: Alejandría, el Medioevo y el
Renacimiento) y El Simbolismo Precolombino (que es por su parte
un homenaje a las culturas indígenas del Nuevo Mundo), su autor
ha realizado en sí mismo esa síntesis de que hablábamos
anteriormente, y en este sentido no deja de ser interesante destacar
que tanto la cultura europea como la precolombina forman parte del legado
de todos los nacidos en América desde su "descubrimiento" en
el siglo XV, e inversamente, también de los nacidos en Europa
desde esa misma fecha, pues como en este último libro se afirma
el descubrimiento fue mutuo para ambas partes. No puede expresarse de
forma más clara:
Tanto para los nacidos
en Europa como para los americanos, descubrir en estos tiempos que
corren
que los símbolos y las manifestaciones
culturales del Viejo y del Nuevo Mundo se refieren a las mismas realidades
y son esencialmente idénticos (pese a que la propia cultura y
educación niegan esos símbolos y sus significados y por
esa razón esto se desconoce), es un choque emocional e intelectual.
La aceptación auténtica de este hecho equivale a un trabajo
consigo mismo efectuado en profundidad, que desembocará en la
abolición de todo un mundo de imágenes caducas con el
consiguiente nacer de nuevas perspectivas de todo tipo. Es igualmente
conciliar los opuestos de dos culturas aparentemente contradictorias
y asimilar la herencia de ambas en el punto aquel en que ellas no se
excluyen sino se complementan. Y es tal vez encontrar de manera personal
el sentido del descubrimiento de América cantado por San Juan
de la Cruz como el hallazgo "de una ínsula extraña",
tomada por Tomás More como capaz de albergar su Utopía,
imagen de un verdadero mundo nuevo, simbólicamente situado en
lo que entonces eran las Indias y posteriormente "la tierra firme
del mar océano", paraíso mítico directamente
vinculado con una nueva posibilidad de ser, lo que es lo mismo que encontrar
en lo individual un destino histórico en un mundo significativo
(p. 243-44).
El tema de la Utopía aquí mencionado lo tratará ampliamente
nuestro director años más tarde en Las Utopías
Renacentistas. Esoterismo y Símbolo. Pero, como estamos viendo,
se trata de una idea constante en su obra, pues en realidad esa "Utopía" no
deja de ser una imagen de la Ciudad Celeste, descrita de muchas maneras
en todas las tradiciones de forma unánime y recurrente ya que
es en ella donde está el origen y el destino de todo ser humano,
y por supuesto la idea misma y el desarrollo pleno de la cultura y la
civilización tradicional encuentra en esa Ciudad del Cielo su
auténtico modelo arquetípico.
Precisamente esa idea de
un mundo que es el "motor inmóvil" de
todo cuanto existe está presente en la simbólica de los
calendarios Mesoamericanos, los cuales suponen para esas culturas precolombinas
la síntesis más perfecta y la culminación más
elaborada y compleja de su pensamiento cosmogónico y metafísico,
y en este sentido no nos extraña que el autor haya dejado para
los dos últimos capítulos el estudio sobre ellos, estudio
que necesariamente ha de estar ceñido a sus aspectos esenciales
sin entrar en grandes desarrollos, pues de hecho se requeriría
un libro entero para ello. Pero hemos de decir que son más que
suficientes no sólo para su comprensión cabal sino para
servirnos como guía y modelo en cualquier investigación
que se quiera realizar al respecto como parte del trabajo interno. Tengamos
en cuenta que, como él manifiesta, los calendarios en general,
pero en particular los Mesoamericanos, reúnen dentro de sí un
conjunto de distintas simbólicas que se interrelacionan entre
sí (la Escritura, los Ciclos y Ritmos Cósmicos expresados
a través de determinadas constelaciones y planetas, incluida
la luna y también la tierra con sus tres "movimientos" fundamentales,
los de rotación, traslación y el que genera la precesión
de los equinoccios; la Rueda, el Cuadriculado como instrumento de Conocimiento
que atrapa "como en una red, las leyes cósmicas que en él
se reproducen", etc.) llegando a conformar una réplica perfecta
de la estructura interna del Cosmos, del funcionamiento de la Armonía
del Mundo como manifestación sensible y sutil, es decir en cuerpo
y alma, de la Mente Divina, del Noûs, dicho en lenguaje
del Hermetismo alejandrino. Como nos dice Federico, el calendario
Traduce la manera de concebir
el tiempo de los antiguos americanos, en relación con el espacio, las deidades, el paso de los astros
y estrellas, los estados de la materia, los colores y los demás
símbolos y elementos asociados que constituyen el universo indígena
y que conforman su cosmogonía. (…) Su cualidad [la del
tiempo] es entonces parte constitutiva del cosmos, y su forma de manifestarse –que
puede ser medida cuantitativamente en el espacio– la manera en
que éste se expresa, y por lo tanto una clave para la comprensión
de su esencia, un módulo válido para el conjunto de la
creación. En esta perspectiva han de cobrar particular importancia
las revoluciones de los astros y las estrellas en el firmamento, que
por estables con respecto a la rapidez del movimiento de la tierra han
de servir como guías y puntos de referencia para establecer las
pautas generales del conjunto –la armonía de lo que Pitágoras
llamaba la 'música de las esferas', la que se logra por la interacción
de todos los movimientos individuales, incluido el de la tierra y los
hombres. Estos, en las culturas precolombinas según lo que llevamos
dicho, no se vivieron a sí mismos como separados del cosmos pues
la vida para las culturas tradicionales es una sola a pesar de sus múltiples
manifestaciones de distinto orden. En ese fluir, en esa navegación
de la cual es protagonista el ser humano, los objetos cambian de forma,
y los fenómenos se suceden constantemente, como lo hacen los
estados de ánimo de los dioses, en particular los vinculados
a los fenómenos atmosféricos y la tierra, los que son
los más veloces y cambiantes con referencia a la casi impasibilidad
de las deidades más altas, que mucho más lentas y antiguas
surcan el cielo con majestuosa imponencia. Si todo esto se da en el
tiempo y éste constituye parte de la vida, asimismo se expresa
en el hombre, cuyo ser no es sin el tiempo. Es decir, que las pautas
que establecen las estrellas y los astros en el firmamento son equivalentes
a las de la tierra y los seres humanos, y los períodos y ciclos
que los caracterizan no son de ninguna manera arbitrarios sino que corresponden
a un plan universal que cada una de sus partes refleja a su manera;
siendo el total el conjunto arquetípico, el modelo que se repite
de modo invariable y que se expresa por 'medidas', módulos simbólicos
y números que se interrelacionan indefinidamente entre sí,
creando de continuo el asombroso universo. De este mundo de analogías
que conforman el cosmos, el tiempo, la vida, tratan los calendarios
mesoamericanos (cap. XX: "Los Calendarios Mesoamericanos",
p. 276-77).
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