Federico González: La Tradición Viva (*)
Francisco Ariza ︎⤤
y IX:
LAS
UTOPIAS RENACENTISTAS
ESOTERISMO Y SIMBOLO

La isla de Utopía
en una portada
del libro de T. Moro
El contenido
de este [último] acápite del Programa
Agartha nos ha servido en realidad de introducción al que, de momento,
es el último libro de nuestro director, recién publicado en 2004
(Ed. Kier).(*) En su oportunidad dijimos que sus estudios
más recientes están en gran parte volcados en desentrañar
el
carácter esotérico y metafísico de la Historia de las Ideas,
es decir que penetran en la trama invisible y las causas profundas sobre las
que se teje el discurso creacional, el "teatro del mundo" (donde el
hombre y sus obras asumen un papel relevante como estamos viendo), que aparece
así como
un inmenso símbolo que constantemente nos revela su origen vertical y
trascendente, siempre y cuando sepamos "leer" más allá de
las apariencias que lo ocultan; en este sentido, su obra entera nos ayuda de
manera inestimable a hacer
nacer y a fomentar en nosotros esa otra mirada, la "mirada
esotérica" (o la "audición metafísica" de
que se habla en "Arte Musical") que nos permite entender la realidad
en que
vivimos, no sólo la histórica y temporal, sino sobre todo la
transhistórica, supratemporal y arquetípica, ya que podemos comprender
verdaderamente aquella gracias a ésta, y
nunca al revés, pues es una ley universal que lo que es menos no puede
nunca abarcar lo que es más, existiendo por tanto entre una y otra una
jerarquía, si bien las dos coexisten
simultáneamente, como el propio autor ha dejado dicho en distintos lugares
de sus publicaciones.
Tener conocimiento
de ambas realidades es precisamente una de las diferencias fundamentales
que
hay entre lo que podríamos llamar la "mentalidad
tradicional" (unánime en todas las sociedades antiguas) y
la que es propia de la gran mayoría de los hombres y mujeres que
viven en las sociedades desacralizadas de nuestro tiempo, situación
a la que han llegado ya por el anquilosamiento o petrificación
de su propia cultura, ya por haberse olvidado de sus orígenes
culturales, o ambos motivos a la vez, como es el caso de las llamadas "sociedades
del bienestar", totalmente volcadas en la satisfacción de
las necesidades más elementales del ser humano, cuando en verdad
esas "necesidades" no tienen por qué ser incompatibles
con otras de mucha mayor trascendencia, cayendo por tanto cada vez más
(aunque tal vez ya estemos tocando fondo) en el "polo substancial" del "reino
de la cantidad", en detrimento del "polo esencial" identificado
con todo lo que tiene que ver con el Principio y la dimensión
cualitativa de los seres y las cosas.
Sin embargo, esa
mentalidad tradicional, en Occidente, pervive de forma clara hasta el
Renacimiento
(o al menos hasta lo que el autor
denomina el "primer Renacimiento" que ocupa todo el siglo
XV), según es fácil ver por las investigaciones que desde
hace años se han llevado a cabo sobre ese período, en
el que nacen nuevas posibilidades latentes en la propia historia de
Occidente, renovando (o adaptando a las circunstancias cíclicas)
las ya caducas estructuras medievales y recuperando al mismo tiempo
el legado sapiencial de la Antigüedad Clásica. En este sentido
el Renacimiento es, en muchos casos, una "culminación" y
una síntesis prodigiosa del espíritu tradicional de Occidente,
cuya verdadera decadencia acontecerá propiamente hablando cuando,
al final de ese segmento, irrumpen con fuerza como dice Federico, las
huestes literales y el bajo intelecto, ligado a la pasión de
la Reforma y la Contrarreforma.
Así pues, durante ese período se dan cita prácticamente
todas las corrientes de pensamiento que fueron gestando la cultura y
el ser de Occidente a lo largo de los siglos, recibiendo un impulso
revitalizador con la llegada de un nuevo ciclo histórico, que
va a servir, entre otras cosas, para que esa cultura germine también
en un Nuevo Mundo (América), el "descubrimiento" del
cual se asumirá en muchos casos como la posibilidad de vivir
la realización de la Utopía, que es el tema principal
de estos textos, donde se presenta el Renacimiento no tan sólo
como una época histórica sino también y sobre todo
como una realidad permanente del espíritu humano que se reconoce
en su Arquetipo y ello le permite "renacer" a otra posibilidad
de sí mismo más realmente universal. Esta es una de las
razones de por qué la lectura de este libro atrapa desde el primer
momento sumergiéndonos en las frescas y vivificantes aguas de
la Memoria, la que fue precisamente un Arte durante ese tiempo: el Arte
de la Memoria, también una forma de la Utopía y capaz
de recrear el cosmos entero en el alma humana y reconocerse ésta,
como dice Marsilio Ficino, habitante
De la altísima
ciudadela de la bienaventuranza celeste (p. 17).
De ahí la importancia de mantener vivo en lo posible el vínculo
con el legado renacentista, el eco de cuya influencia no se acallará con
la llegada del mundo moderno, pues éste vive, en lo que se refiere
a las estructuras que conforman su sociedad y el pensamiento que la
configura en lo más profundo, de la herencia que ha recibido
del mundo antiguo, y más concretamente del Renacimiento. Es más,
leyendo esta obra se llega a la conclusión de que nuestra época
vive todavía bajo su influencia, que de alguna manera pertenece
a él en todo cuanto constituye lo mejor de ella misma, es decir
en cuanto mantiene en su memoria colectiva los valores inalterables
que, por pocos que ya queden, siempre serán una referencia ejemplar
para no sucumbir a la tremenda degradación de este fin de ciclo.
Y aquí está precisamente uno de los grandes aportes no
sólo de este último libro sino de la obra entera de su
autor, el cual ha sabido ver, como pocos escritores contemporáneos,
la importancia del Renacimiento como época en que las distintas
corrientes herméticas que la poblaban se constituyeron en las
depositarias y transmisoras de la Ciencia Sagrada en Occidente, abarcando
también dentro de esta denominación geográfica
al Nuevo Mundo recién "descubierto". Pero por sobre
todo da fe de que esas corrientes están vivas y de que si nos
quitamos los muchos prejuicios que cubren nuestra mente sabríamos
reconocer en ellas verdaderamente la "Buena Nueva", es decir
la permanente sorpresa de la regeneración encarnada en el alma
individual, que se asoma así a un mundo completamente distinto
que, sin embargo, está siempre presente, dando contenido a todo
cuanto existe.
*
* * Dentro de dichas
corrientes tuvo una importancia capital el resurgimiento de la Cábala en la Italia renacentista, y que algunos estudiosos,
como F. Secret, citado por el autor, consideran como "un descubrimiento
tan importante como el del Nuevo Mundo" (p. 22), sin duda alguna
debido a la enorme repercusión intelectual que aquélla
tuvo entre los círculos herméticos de toda Europa a partir
de su contacto (patrocinado por Pico de la Mirándola) con el
cristianismo impregnado de neoplatonismo y neopitagorismo, dando así nacimiento
a la Cábala Cristiana. Esto lo corrobora totalmente nuestro director
cuando afirma que
La Cábala hebrea propagada en medios cristianos es también
un ingrediente cultural fundamental en el Renacimiento, cuya transmisión
se ha prolongado hasta el siglo XX –junto con la Tradición
Hermética y la Platónica– y constituye también
una de esas artes –o ciencias– ocultas del período
al que nos estamos refiriendo (p. 23).
Destaca Federico
el decisivo aporte de la doctrina cabalística
(sintetizada en el Arbol sefirótico) en el mantenimiento
de las ideas herméticas hasta hoy mismo. La Cábala fue
adoptada, en efecto, en medios cristianos, y su influencia, junto a
las otras corrientes de la Tradición Hermética y Platónica,
se deja sentir también en algunas de las Utopías estudiadas
por él. Por ejemplo en todas aquellas que, agrupadas bajo el
título "Otras Utopías del Renacimiento" (cap.
XI), no tienen relación directa con la polis, con la ciudad
(consubstancial a la utopía), si bien persisten en ellas determinados
elementos comunes que las relacionan con ésta y permiten entender
cómo la idea de la Utopía es parte constitutiva de cualquier
proceso que toma al alma humana como "materia de obra" alquímica.
Hablamos de: "Utopías sin polis. Arquitecturas del
pensamiento. Estructuras imaginales"; "Tratado de Las Leyes de
Gemisto Pletón"; "Diálogos de Amor de
León Hebreo"; "Luca Pacioli: Las Matemáticas
como Utopía"; "Atalanta Fugiens de Michael Maier:
Alquimia, música, imagen", y finalmente "Robert Fludd:
El Sello de la Utopía". Queremos resumir con las propias
palabras de su autor este capítulo especialmente importante en
donde aparece con toda su fuerza y luminosidad la capacidad ordenadora
del símbolo:
Esta forma de
la utopía no está necesariamente
relacionada con la polis, o sea con las estructuras de una ciudad
concreta o la construcción de un medio social, político y económico.
No obstante del mismo modo que se organizan los distintos módulos
sociales en un territorio, igualmente lo hace en la mente un pensamiento
y de manera análoga al vincularse con otros, y estos con terceros,
conforman una totalidad, un mundo imaginal perfectamente estructurado,
un sistema, con sus diversas vivencias y espacios intelectuales, –como
las plazas, edificios, templos y parques de una villa– tal cual
los cajones repletos de imágenes, referencias y símbolos
que conformaban el mueble con el que Giulio Camillo trabajaba en su
Arte de la Memoria.
Por lo tanto estas
utopías a las que estamos aludiendo ahora
son tan válidas y actuantes –tan reales– como aquellas
que suponen un sitio específico, empero inventado, y una organización
social. Ambas configuran un orden compuesto de determinados elementos
que irán constituyendo un conjunto en el que se articularán
de modo preciso y coherente, produciendo como ya hemos mencionado un
sistema apto para el Conocimiento que, como la Utopía de Moro,
no tiene "lugar" físico, aunque está siempre
presente, y es atemporal (…); espacio mental que puede ser revisitado,
recorriendo las aulas y espacios de la conciencia, una y otra vez, por
los que saben cómo llegar a ellos y donde son contemporáneos
con todos aquellos que lo han conocido en el pasado –y quienes
lo harán en el futuro– y que aún están vivos,
tal el caso de Henoch y Elías; la posibilidad de encarnar tal
entidad, para ciertos cabalistas como Guillaume Postel, es lo mismo
que el arribo a la utopía de la ciudad celeste, en un mundo donde
todo está en todo. Este espacio es parte constituyente del plano
intermediario en sus dos aspectos, la psiqué más densa
y la más sutil. La más ligada a la forma y la que se identifica
con lo no formal. Todo lo cual se encuentra presente en el alma humana,
la que de hecho allí mora, pues el ser se reconoce en ella y
puede llegar a considerarla un medio apto para acceder al verdadero
espíritu, al Ser universal, y aún a sus posibilidades
negativas.
Pero la obra que
inaugura el género de las utopías renacentistas
no es otra que la Utopía de Tomás Moro, el cual
estuvo influido, en su formación renacentista y metafísica,
por Pico de la Mirándola y Marsilio Ficino (entre otros), quien
recordaremos nuevamente fue el gran traductor del Corpus Hermeticum y
de Platón, en cuyo libro La República se inspiraron
prácticamente todas aquellas Utopías del Renacimiento
que se describieron a modo de "ciudad ideal". Hablando de
la Utopía de Moro, Federico traza la primera definición
de la misma, cuyo nombre:
deriva del término u-topos,
o sea de aquello que no tiene lugar, algo que por lo tanto está fuera del tiempo y del
espacio para significar con seguridad un asunto imposible de realizar
en este universo y relacionado con otro mundo, o sea con una región
más allá de estas dimensiones, un ámbito celeste
y perfecto donde las cosas fueran en verdad y no signadas por las imperfecciones
humanas, una forma de la ciudad celeste o la ciudad de Dios. (cap. II. "Necesidad
de la Utopía". p. 47).
Esta idea de "no-lugar" que caracteriza a la Utopía
recuerda también lo que decían los antiguos Rosacruces
cuando hablaban de su "Templo del Santo Espíritu",
que "no está en ninguna parte", y de ahí la
denominación de "Colegio Invisible" dada a esta corriente
hermética. Precisamente nuestro director consagra dos capítulos
enteros a hablar de este importante movimiento hermético, de
enorme influencia en su tiempo: "La Utopía de los Manifiestos
Rosacruz" (cap. IV), y "Cristianópolis" (cap.
V). En el primero de ellos vuelve a hablar de la Utopía en los
siguientes términos:
La Utopía es un espacio distinto, un mundo invisible situado
en el eterno presente. Por eso debe proyectarse hacia el futuro, como
algo a conseguir, o hacia el pasado: una edad feliz, el paraíso
terrenal, la Tradición. En este último caso apoyada por
razones que van de lo biológico a lo histórico y que la
memoria atestigua. El mito del Origen, que es vertical, es decir que
existe permanentemente y en simultaneidad, debe ser trasladado al pasado
para ser comprendido en la sucesión. Igualmente el deseo y la
voluntad de integrarse a él se proyectan en un futuro posible;
tal la razón de la Utopía. (págs. 77-78).
Para nuestro director
una de las utopías renacentistas más
interesantes es "La Ciudad del Sol", de Tomasso Campanella,
prácticamente contemporánea a las citadas anteriormente,
y como en éstas su autor trata de transmitir a sus contemporáneos
la "Idea" de la Ciudad Celeste en una época precisamente
en que estaba irrumpiendo con fuerza una concepción del mundo
que no contemplaba dentro de sus postulados la posibilidad de vivir
de acuerdo a esa Idea, que sin embargo ha persistido a pesar de todo,
latente en la Memoria del Tiempo, conectada a la realidad concreta del
ser humano a través de determinados personajes que la han vivido,
y la viven, y conocen esa ciudad arquetípica hasta en sus más
mínimos detalles, como nos dice Federico en un capítulo
de El Simbolismo Precolombino ("Mitología y Popol
Vuh"), donde añade que esa ciudad arquetípica
constituye en realidad una región metafísica, un país
que convive con el nuestro, es decir:
una patria de
cuerpo espiritual en donde habitan los dioses y los difuntos. Una realidad
impalpable
que ya conocían los egipcios: "Ignoras,
o tú Asclepios, que Egipto es la imagen del cielo y la proyección
en este mundo de todo el ordenamiento de las cosas celestes? (Hermes
Trismegisto, Corpus Hermeticum)".
Lo que
la ciudad celeste es al simbolismo espacial, las genealogías
o los antepasados lo son al temporal y ambas confluyen para cimentar
la realidad (…) Casi todas las tradiciones han sentido que son
herederas en esta tierra de aquella ciudad del cielo y descendientes
de sus moradores, y de allí que hayan pensado invariablemente,
que su patria constituía el centro del mundo; o sea un lugar
especialmente 'cosmizado', en donde las energías del cielo y
la tierra, de los vivos y los muertos se conjugaban permitiendo el desarrollo
de la vida y de esa comunidad en el tiempo. (…)
De hecho toda
la simbología se basa en la creencia de que un
plan conocido es la expresión de otro desconocido y en las correspondencias
que existen entre ellos, lo que fundamenta las leyes de la analogía.
De manera unánime las tradiciones arcaicas han conocido este
espacio y tiempo otro donde las cosas son más reales y efectivas,
al punto de que nuestro mundo ilusorio y caótico debe imitar
la realidad arquetípica para que su vida tenga un sentido. Esta
vibración en la misma frecuencia de onda, o sea, acorde con el
diapasón cósmico, es la manera de conocer otros planos
de la manifestación más perfectos en cuanto más
elevados, sutiles y transparentes, otros mundos tan verdaderos que resultan
los auténticos. Pero esto último es una explicación
moderna, una manera de decir; para la mentalidad tradicional, que no
conoce esta terminología, no hay una gran diferencia entre la
ciudad celeste y la ciudad terrestre, puesto que esta última
es aquélla en este mundo.
La Utopía, la ciudad celeste, es pues un estado de la conciencia,
o del alma. Es nuestra propia alma que se reconoce habitante de la Posibilidad
Universal; por eso esa ciudad no está en ningún lugar
y, al mismo tiempo, está en todas partes, como el Centro del
Mundo, con el que se identifica, pues todo lo que ella es emana
directamente de él, como los rayos del sol son el mismo sol,
al que llevan hasta los rincones más lejanos del Universo, iluminándolos.
Precisamente en este capítulo "La Ciudad del Sol",
el autor nos recuerda lo siguiente:
La asimilación de la ciudad, o estado, con el propio ser humano
y sus estados de conciencia viene de antiguo y así A. K. Coomaraswamy
puede decirnos en su estudio "¿Qué es Civilización?" lo
siguiente: "En el pensamiento de Platón hay una ciudad cósmica
del mundo: la ciudad del estado, y hay un cuerpo político individual,
y ambos son comunidades (griego koinônia, sánscrito gana).
'Las mismas castas (griego genos, sánscrito jâti),
en igual número, han de hallarse en la ciudad y en el alma (o
sí mismo) de cada uno de nosotros'; el principio de la justicia
es igual en todo, a saber, que cada miembro de la comunidad cumpla las
tareas para las que ha sido dotado por la naturaleza; y el establecimiento
de la justicia y el bienestar de la totalidad depende, en cada caso,
de la respuesta a la pregunta: ¿Quién gobernará,
lo mejor o lo peor?, es decir, ¿una única Razón o
Ley Común, o la multitud de los ricos en la ciudad exterior y
de los deseos en el individuo?"
"¿Quién colma, o puebla, estas ciudades? ¿De
quién son estas ciudades, 'nuestras' o de Dios? ¿Qué significa
'gobierno de sí mismo'? (una pregunta que como señala
Platón, República 436b, implica una distinción
entre gobernante y gobernado). Filón dice que: 'En lo que se
refiere al poder, Dios es el único ciudadano', lo que es casi
idéntico a las palabras de la Upanishad: 'Este Hombre
(purusha) es el ciudadano de toda ciudad' y no queda contradicho
por esta otra afirmación de Filón: 'Adán (no 'este
hombre', sino el Hombre verdadero) es el único ciudadano del
mundo'. Y nuevamente: 'Esa ciudad (pur), es estos mundos, la
Persona (purusha) es el Espíritu, a quien, porque habita
dicha ciudad, se le llama 'el Ciudadano' (puru-sha) (…)." (p.
63-64).
Con estas palabras
que resumen el sentido profundo de las Utopías,
llegamos por nuestra parte al final de este "viaje" por la
obra de Federico González, la cual como hemos dicho en algún
momento puede constituir para quien así lo desee una excelente
oportunidad para que las mismas ideas que vehicula (las de la Ciencia
Sagrada y la Tradición Hermética) se conviertan en los
motores de su propia transmutación, de su "renacer" efectivo
a la Realidad que esa ciudad invisible testimonia. Estamos por tanto
en presencia de una verdadera "Obra Alquímica" orientada
permanentemente hacia la transformación del "plomo en oro",
o dicho en palabras de los alquimistas de todos los tiempos y que Federico
ha recordado con frecuencia: "todos los metales llevados a su perfección
son oro". Y en ello está implícita esa máxima In
omnia caritate (En todo la caridad) que él siempre ha aplicado
y aplica en todo cuanto realiza en su labor de intérprete y transmisor
de la Ciencia Sagrada. La Caridad y la Sabiduría siempre van
juntas. De nosotros, de sus lectores, tan sólo se requiere la
concentración necesaria para ir descubriendo las distintas lecturas
que alberga esa obra, en correspondencia con los distintos planos de
la Cosmogonía Perenne. Gracias a la magia teúrgica que
emana de toda ella comenzaremos a relacionar las ideas arquetípicas
con los acontecimientos de nuestra vida cotidiana (y que observamos
como análogos a los del mundo), realizando así nuestro
propio rito, o sea encarnando el símbolo, comenzando a vislumbrar
poco a poco un mundo nuevo en el que lo universal se individualiza y
lo individual se universaliza; reconociendo, en fin, que efectivamente
es real, cierto y verdadero que "lo de abajo es como lo de arriba,
y lo de arriba como lo de abajo".
¡;Celebremos
pues dicha obra y su Mensaje Perenne!
Y como en un lugar
de ella se nos dice no mengüemos en esa labor
de conocernos a nosotros mismos y sobre la cual pivota en realidad el
sentido de nuestra vida. No adoptemos, en fin, las
valoraciones del
hombre viejo, o encarnemos furiosas reacciones contra la ignorancia
que nos
margina; aun si nuestro enorme esfuerzo por realizar
un mensaje pudiera parecernos transitoriamente cosa imposible, materia
vana, debemos recordar que en el gran laboratorio de la creación
universal se logran resultados a costa de ingentes gastos (nunca desperdicios)
de energía, y eso particulariza a cualquier proceso creativo.
Por otra parte si nuestras diligencias y labores sólo sirviesen
para difundir la Tradición Unánime que se mantiene viva
desde los orígenes del hombre y el universo, esto ya fuera harto
suficiente de acuerdo a unas posibilidades que cada vez se hacen menores
a medida que se acerca el fin de los tiempos.(8)
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