La Numismática Romana como una
Simbólica de la Historia [*]
A
TRAVES DE LA COLECCION DE MONEDAS DE
FEDERICO GONZALEZ FRIAS
Francisco Ariza ︎⤤
PRIMERA PARTE
Introducción
La excelente colección
de monedas de Federico González Frías, y dentro de éstas concretamente la
referida a los denarios republicanos de la antigua Roma, nos ha dado la
oportunidad (no por inesperada menos fascinante) de realizar un estudio sobre esta
numismática considerándola como una simbólica donde podemos leer algunos aspectos
significativos de la Historia de esta civilización. Para ello hemos dividido
dicho estudio en dos partes. En la primera nos ha parecido conveniente
reflexionar acerca de los orígenes de la moneda en Roma, y de la importancia
que siempre ha tenido en ella la iconografía simbólica. En este sentido, hablaremos
no sólo del valor de la moneda como instrumento de intercambio y comercio, sino
sobre todo de su valor como vehículo transmisor de ciertas ideas que
conscientemente fueron grabadas en ella a través de los símbolos que las
representan, entre los cuales también se encuentran determinados hechos históricos
y míticos que se quisieron destacar por el carácter épico y ejemplar que
revistieron.[1] También mencionaremos la importancia que tuvieron las cecas y talleres de
acuñación, algunos de los cuales fueron verdaderos centros de creación
artística, de los que salieron monedas estéticamente muy bellas y
excelentemente elaboradas.
La segunda parte
la dedicaremos enteramente a los denarios republicanos de la colección de
Federico González, pertenecientes a las diferentes gens o familias romanas
que vivieron entre el siglo III y I a.C. Precisamente, ahí tendremos la
oportunidad de hablar, con ejemplos concretos, de cómo esas monedas sirvieron
efectivamente para plasmar la idea-fuerza del símbolo. Figuras de las deidades
y sus distintos atributos, héroes fundadores, objetos del culto ritual, hitos
de la historia y sus protagonistas humanos, estandartes y trofeos militares,
entidades del mundo intermediario, animales y armas asociados a una gens determinada, construcciones arquitectónicas, etc. Es decir, y visto en
conjunto, no estaremos sino describiendo distintos elementos pertenecientes a
una cosmogonía, en este caso la que Roma nos legó. Por otro lado, al hablar de los
denarios republicanos será inevitable aludir en algún momento a los que se
acuñaron más tarde durante el Imperio, muy representados también en dicha
colección.[2]
Se sabe que la
Numismática es una ciencia vinculada a la Arqueología, y esto ya desde el
comienzo mismo en que ésta empieza a cobrar cierta relevancia a partir del
Renacimiento. También lo está a la Historia y, como ambas, la Numismática
constituye una rica fuente de información acerca de nuestro pasado, el cual es
“devuelto a la vida”, y a la memoria, cuando lo “desenterramos” del olvido y
nos planteamos seriamente conocerlo movidos por algo más que una simple curiosidad
de aficionados a la “antigüedad”, entre otras razones porque en ese pasado está
el origen de nuestra propia cultura, en este caso la occidental, cuya matriz
hay que buscarla en las civilizaciones griega y romana, a las que se sumaría
posteriormente la civilización cristiana (con sus tres momentos álgidos: la
época de Bizancio, la Edad Media y el Renacimiento),[3] y que tanto debe a las dos
anteriores hasta el punto que podemos aseverar sin temor a equivocarnos que en
lo esencial no hay solución de continuidad entre ninguna de ellas, es decir que
un hilo muy sutil las entrelaza, pues pese a sus diferencias, que también
existen y a veces de forma notable, hay sin embargo un conjunto de ideas
referidas a la filosofía, el arte y la ciencia (incluso la política entendida
como el “gobierno de la polis”), que han sido los mimbres con los que se tejió el
pensamiento de Occidente, y que necesariamente identifica entre sí a las
distintas civilizaciones y a los hombres y mujeres que lo compartieron y lo
comparten, pues muchos de nosotros, si hiciéramos un viaje de introspección al
interior de la conciencia, comprobaríamos cómo en ella existe una memoria de un
carácter más profundo que la ordinaria, transpersonal podríamos decir, donde
están grabadas imágenes de ideas muy sutiles pertenecientes, como diría Platón,
al Mundo Inteligible, y que en cuanto emergen al plano de la conciencia ordinaria
reconocemos inmediatamente como aquellas que han ido labrando el contenido
esencial de nuestra cultura desde sus orígenes, los cuales y para hacer honor a
la verdad superan con creces los límites de Grecia y de Roma para adentrarse en
las grandes civilizaciones gestadas en Mesopotamia y Egipto, e incluso en
aquellas mucho más lejanas en el tiempo, ubicadas en el in illo tempore antediluviano.
Esto ha definido,
como decimos, nuestra herencia cultural, mucho más amplia y rica de lo que muchos
suponen pues existe en ella una serie de arquetipos universales que se reiteran
en el tiempo y que tienen como protagonistas principales a las mismas deidades
aunque con diferentes nombres, como por ejemplo sucede con Mercurio, llamado
así en Roma, pero que en Egipto recibió el nombre de Thot, y en Grecia el de
Hermes, el cual dio nombre a la Tradición Hermética, que lejos de desaparecer continúa
estando viva, como lo demuestra fehacientemente la obra del propio Federico
González. Los ejemplos que podríamos poner son varios, pero lo que realmente
interesa saber es que la aceptación plena de esa herencia nos irá llevando
gradualmente a un más profundo y verdadero conocimiento de nosotros mismos, que
es al fin y al cabo lo que más importa, entre otras cosas porque nos hará
protagonistas directos de una Historia vertical y sagrada, de la cual la
Historia de las culturas y las civilizaciones no es sino su expresión en el
tiempo y en el espacio. Sería asumir, en definitiva, un patrimonio de carácter
espiritual e intelectual que por su misma naturaleza está por encima de
cualquier condicionamiento, sobre todo el que nos ha impuesto una visión de la
cultura, abundante hoy en día, que ha perdido todo contacto con sus orígenes sagrados
y metafísicos.
Sin ir más
lejos, esto que decimos podemos constatarlo en las propias monedas, cuya
didáctica se nos hará más clara si seguimos un orden cronológico con comienzo
en Grecia y Roma (cuyos pueblos originarios, helenos y latinos, salieron del
mismo tronco indoeuropeo, lo cual explicaría muchas cosas de sus respectivas
culturas que son comunes a ambos) pasando por Bizancio, la Edad Media (en sus
distintos y heterogéneos períodos), el Renacimiento y llegando prácticamente hasta
nuestra época. Si bien la moneda, tal y como la conocemos, es una invención del
genio griego,[4] hay un prototipo de la misma que acaba por “fijarse” definitivamente en Roma en
los siglos IV y III a.C., es decir en pleno período republicano, pasando
posteriormente a la época del Imperio, y de éste, con leves modificaciones, a
sus sucesores cristianos. Sólo hay que reparar en las monedas de los monarcas y
emperadores cristianos para advertir su semejanza con las monedas romanas. Nos
estamos refiriendo a la organización interna de la moneda, a su diseño y
estructura, que sirvió de modelo para todas las que se han emitido en Occidente
a lo largo del tiempo.[5]
Las distintas
partes de esa estructura se dispusieron para colocar dentro de ella a cada uno
de los elementos que constituyen propiamente la pieza monetaria, y cuya
terminología recuerda a veces la de la heráldica, otra ciencia aún vigente muy
relacionada también con la Historia. Tenemos así que, por ejemplo, cuando en la
Numismática se habla del “campo de la moneda” se está aludiendo al espacio que
queda entre la figura (o figuras) del centro y las leyendas epigráficas que aparecen
generalmente rodeándola por su parte más externa o periférica; o cuando se menciona
la “grafila” se hace referencia al círculo de puntos, u orla (a veces
representada con motivos vegetales como el laurel), que enmarca el contenido de
la moneda. En cuanto al denominado “exergo”, este constituye la parte inferior
del reverso que está separada del resto por una línea horizontal, espacio donde
se coloca precisamente el nombre del monetario (es decir del personaje que
emite la moneda) o el de una deidad o ciudad determinada. La expresión “alma de
la moneda” nos llama particularmente la atención, pues está indicando el
“núcleo” metálico de la misma, es decir aquello que la hace existir como tal. Y
desde luego no podemos olvidarnos del “canto de la moneda”, que es también un
espacio igualmente significativo al llevar en ciertas ocasiones inscripciones
de distinto tipo y también leyendas;[6] el canto de la moneda delimita sus dos caras, el anverso y el reverso, y al
mismo tiempo sirve de nexo de unión entre ambas. La popular expresión “las dos
caras de una misma moneda” encierra un sentido más profundo de lo que aparenta
a simple vista, relacionado con los dos aspectos de una misma realidad (tal lo
visible y lo invisible, lo físico y lo espiritual), que no están separados sino
indisolublemente unidos, aunque jerarquizados, como lo están el anverso (la
cara) y el reverso (la cruz). En el caso que nos ocupa, dicha expresión estaría
diciéndonos que todos los elementos que aparecen en las monedas, tanto en su
anverso como en su reverso, están íntimamente relacionados entre sí y conforman
un todo inseparable. Todo esto lo veremos con más detalle cuando tratemos
específicamente de cada uno de los denarios de la colección que estamos
estudiando.
Fig. 1. Moneda serrada. En el reverso puede
verse, bajo los caballos
de los Dioscuros,
la rueda de seis radios.
Existe, por
tanto, una “idea” de la moneda, y quienes la inventaron como un patrón de valor
y unidad de medida en sustitución de otras formas de intercambio y
transacciones (especialmente el canje o trueque), no hicieron sino traducir en el
plano de la realidad concreta un orden que ellos veían plasmado en las leyes de
la propia naturaleza, y que obedecen a la acción en el mundo de la inteligencia
creadora de la divinidad. No olvidemos, en este sentido, que la moneda es por
igual número, peso y medida, los tres componentes con los que precisamente, y
según la Biblia, Dios estableció el orden en el mundo.[7]
La moneda, como
unidad de medida aceptada por todos, es también la concreción de una ley que
sirve para dar curso ordenado y regulado a las necesidades y demandas de los
hombres, que son las que en realidad asignan el valor concreto a las cosas, las
cuales pueden comprarse y venderse en razón de dicho valor, manteniendo así una
proporción entre todas ellas, y por tanto un equilibrio necesario que redundó
en una mayor cohesión en los distintos órdenes de una sociedad que cada vez más
se organizaba en núcleos urbanos, y por tanto más compleja en sus relaciones.[8] Recordemos, en fin, que
numismática procede del término griego numisma, que significa “reparto”
y también “medida correcta”. Es decir la “medida correcta del reparto.”
En realidad, y
como señalamos al principio, el estudio sobre la Numismática antigua, como el
de la misma Arqueología o la Historia, es parte de la investigación acerca del
símbolo y la Simbólica, constituyendo así una forma del trabajo hermético. Adentrarse
en el mundo de la Numismática es establecer de inmediato relaciones, analogías
y correspondencias entre los distintos planos de la realidad, y todo ello gracias
a que, como afirmaba el gran metafísico francés René Guénon, y que nosotros podemos
ir comprobando a lo largo de estas páginas, las monedas antiguas estaban totalmente
repletas de símbolos:
Hay una observación que es muy
fácil de hacer y para la cual basta con tener “ojos para ver”:
las monedas antiguas están literalmente cubiertas de símbolos tradicionales, escogidos
incluso entre aquellos que presentan un significado especialmente profundo. Así
ha podido comprobarse sobre todo que, entre los celtas, los símbolos que
figuran en las monedas no pueden explicarse más que si se ponen en relación con
los conocimientos doctrinales propios de los druidas, lo que por añadidura
implica una intervención directa de éstos en el campo de la acuñación.
Naturalmente cuanto es cierto en este aspecto para los celtas conserva su
validez al ser referido a otros pueblos de la Antigüedad, habida cuenta, como
es lógico, de sus propias modalidades y de sus respectivas organizaciones
tradicionales”.[9]
En efecto, las
monedas estaban realmente cargadas de una “influencia espiritual”, cuya acción
podía ejercerse a través de los símbolos allí representados, los cuales eran su
soporte normal, pues ya sabemos que el símbolo es la expresión sensible de la
idea inteligible y arquetípica.
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Antes de la
aparición de la moneda como tal, el valor asignado a los objetos y cosas que
servían como medio de intercambio “premonetario” estaba en relación con la
función que ellos desempeñaban en el culto sagrado y religioso, y esto es
extensible a los animales destinados al sacrificio ritual. Así, entre los
primeros romanos, como entre los primeros griegos, ciertos animales como por
ejemplo los bueyes, las ovejas y las cabras, tenían un valor que les era
inherente por el papel que cumplían en los ritos sacrificiales, y lo mismo
podría decirse de aquellos objetos que como los talismanes, los cuencos
rituales, los trípodes, las hachas dobles, el caldero y el asador,[10] desempeñaban una función
igualmente ritual y mágico-religiosa. Entonces era esa función lo que
determinaba su “valor” a esos animales y objetos cultuales, y en este sentido,
volvemos a repetir, lo que hoy llamaríamos la “actividad económica” no estaba
en absoluto separada de la esfera de lo sagrado.
En este sentido
nos ha llamado la atención que las más arcaicas y prehistóricas formas de
intercambio estaban basadas en una “regla de oro” que rige en distintos planos
de la realidad, y no sólo en el más concreto sino también en los que están
directamente relacionados con el proceso de conocimiento, dentro del cual están
implicados tres “gestos” estrechamente relacionados entre sí. Nos estamos
refiriendo a que todo aquello que se ofrece, o transmite, ha de ser recibido, y
corresponderse de la misma forma, es decir que hay que dar, y también recibir
para posteriormente saber devolver. En un lenguaje más sociológico que
simbólico, pero no exento de profundidad, leemos nuevamente en Nicola Parise:
En las sociedades arcaicas y ‘primitivas’
no era más que un continuo intercambio de presentes basado en la triple
obligación de dar, tomar y corresponder. La regla del don afectaba a valores
sociales y objetos materiales. La circulación de las cosas era paralela a la
circulación de los derechos y las personas. (…) En este sentido cabe decir que
en las sociedades arcaicas y ‘primitivas’ los fenómenos económicos eran
inseparables de los fenómenos jurídicos y religiosos. En concreto, el elemento
económico, que estaba ‘presente y activo’ en cada grupo, no podía ser
contrapuesto en una clasificación rígida a motivos y temas no económicos (…)
Las cualidades del dinero estaban representadas por objetos mágicos y
preciados, vinculados a la vida del grupo y los individuos (…) Nadie tenía
derecho a rechazar el presente que se le ofrecía, ni podía sustraerse a la
obligación de ofrecer. Los presentes recibidos tenían que ser restituidos
puntualmente (…) el donador no estaba menos obligado que el donatario. Ninguna
de las tres operaciones era más imperiosa que las otras. Era obligatorio dar, y
también recibir y restituir. Negarse a dar, lo mismo que a recibir, era un acto
de auténtica hostilidad; el prestigio de los grupos y la autoridad de los jefes
dependía estrictamente de la posibilidad de corresponder a los presentes
aceptados.[11]
Precisamente, la
palabra latina pecus (ganado) ha dado lugar a “pecunio” (riqueza), o
“pecunia” (de donde “pecuniario”, monetario), que fue la denominación del signo
de cambio que acabó por aplicarse a la moneda metálica cuando ésta pasó a ser
la única utilizada en las actividades comerciales, sustituyendo al ganado.[12] El primer metal empleado para
dichas transacciones fue el cobre, que se presentaba como piezas y lingotes
informes, denominados por ello aes rude (fig. 2), y que al no llevar
ninguna marca oficial que garantizase su peso y valor se requería
constantemente el uso de la balanza.
Fig. 2. Piezas de Aes rude.
Aunque convivió
con él durante un tiempo, el aes rude fue sustituido más tarde por el aes
signatum, introducido por Servio Tulio (el último de los siete reyes de Roma)
allá por el siglo V a.C. El aes signatum representa ya una moneda en el
sentido de que era un lingote regularmente tallado y con una forma cuadrangular,[13] y era llamado así por las marcas
(signum) que portaba impresas, desde animales (bueyes, cerdos, elefantes,
caballos –también fabulosos como Pegaso-, águilas con el rayo jupiterino entre
sus garras, gallos, delfines), y figuras de espadas, puntas de lanza, anclas,
trípodes, ánforas, escudos, o símbolos vegetales como las espigas y formas
esquematizadas de plantas. También se grababan aes signatum con los
atributos de las diversas deidades, como la cornucopia de Fortuna, el tridente
de Neptuno o el caduceo de Mercurio (fig. 3). Es decir representaciones todas
ellas de los numina, de las energías divinas.
Fig. 3. Aes signatum con
los símbolos de Neptuno y Mercurio (280 a.C.).
Es interesante
señalar a este respecto que entre los romanos la moneda tenía su propia deidad tutora,
Juno Moneta (de donde deriva justamente moneda),[14] que era uno de los apelativos
recibidos por la diosa Juno (Juno Regina), esposa de Júpiter y
equivalente a la diosa Hera entre los griegos. Precisamente, el taller donde se
fundían y marcaban los lingotes del aes signatum estaba dentro de las
dependencias del templo de Juno Moneta, situado en uno de los dos promontorios
que forman la Colina del Capitolio, concretamente en el Arx,[15] recibiendo el otro el nombre
de Capitolium. Aquí se edificó el gran templo de Júpiter, en cuyo
interior se encontraba la Tríada Capitolina, que en un principio estaba
constituida por el propio Júpiter, por Marte y por Quirinus, siendo estos dos
últimos sustituidos posteriormente por Minerva y Juno. Como estamos viendo, la
colina del Capitolio (cap = cabeza) aparece así como uno de los lugares más
sagrados de la ciudad de Roma, y también de los más importantes en la historia
de la misma.[16]
Como decíamos
las piezas del aes signatum se producían dentro del templo de Juno
Moneta, la cual daba las monitiones, es decir los “consejos” acerca de
los signos y símbolos que debían marcarse en los lingotes, fijándose así el valor
de los mismos. O sea, que esos signos eran dados por la propia deidad, o
consagrados por ella, lo cual en el fondo viene a ser lo mismo. Se sabe, por
ejemplo, que algunas de las armas representadas en los aes signatum aluden
a la victoria de L. Papirius Cursor sobre los sannitas en el 294 a.C.; o que el
elefante que aparece en otros lingotes evocaba la victoria sobre Pirro, el rey de
Epiro (Macedonia), hacia el 274 a.C., victoria ésta sin duda importante pues
abriría a Roma las puertas para la conquista de Grecia.
Esto continuó
siendo así hasta que, a mediados del siglo IV a.C., aparecen las monedas que
sustituirán al aes signatum, el cual, sin embargo, y al igual que pasó
con el aes rude, no desaparecería inmediatamente, sino que coexiste con
las nuevas monedas durante bastante tiempo todavía. Esa nueva moneda, ya de
forma redonda, es el aes grave, o as de bronce, también llamado aes
libral puesto que su peso era de una libra aproximadamente, pero sucesivas
reformas lo fueron rebajando aunque su valor como unidad de medida quedó
intacto. Con el as de bronce ya reformado aparecen también distintas
divisiones o fracciones del mismo (semis, triente, cuadrante, sextante y uncia, de donde procede la palabra onza), y cuyos
valores estaban en relación con los pesos de cada una de las monedas surgidas
de dichas fracciones. A partir de entonces el as de bronce quedó como la
base de todo el sistema monetario.[17]
En el año 269
a.C. se empezaron a acuñar las primeras monedas en plata, como los didracmas,
los cuadrigatos, victoriatos, y sobre todo los denarios,
que acabarían siendo, junto con los sestercios y los quinarios,
las monedas que más circularon durante el resto del período republicano y a lo
largo de todo el Imperio. Sus nombres respectivos derivaban justamente del
valor que cada una de ellas tenía en relación al as de bronce. Así, el
valor del denario era de diez ases, el del sestercio de
seis y el del quinario de cinco. A diferencia de los aes grave (que
procedían de fundición), estas monedas fueron las primeras en ser acuñadas por
Roma, y naturalmente la influencia griega también aquí se dejó sentir, pues las
cecas de Grecia ya llevaban tiempo trabajando con el sistema de acuñación, de
factura mucho más refinada que la hecha por fundición, resaltada por la propia
nobleza del metal empleado, la plata, y por supuesto el oro, el cual dio nombre
entre los romanos a un tipo de moneda llamada justamente áureo, emitida
desde el siglo I a.C. hasta el IV d.C., cuando fue sustituida por el solidus bizantino. Su valor equivalía aproximadamente a veinticinco denarios de plata.[18]
Todas las monedas
de plata y oro (y en realidad de todos los metales) ya no se trabajaron en el
interior del templo de Juno Moneta (fig. 4) sino en un recinto anejo al mismo
(lo que sería propiamente la ceca de Roma) aunque siempre estuvieron bajo su patrocinio.
Pero hasta entonces, y a lo largo de más de dos siglos, la actividad monetaria
se realizaba dentro del templo de esta diosa protectora de Roma, lo que indica
a las claras que ya desde su origen se trató de una labor asociada con lo
sagrado, lo cual por otro lado nunca dejó de verse así a lo largo de la
existencia de esta civilización.
Fig. 4. Juno Moneta en el anverso de un denario
perteneciente a Titus Carisius.
En el reverso aparecen algunos instrumentos para la acuñación: tenazas, cuño,
yunque y martillo.
La acuñación de
la moneda se convirtió en un verdadero oficio artesanal ligado con las artes
metalúrgicas (por su relación con el fuego y los metales) y en algún aspecto
con las artes de la orfebrería, revistiéndose como todas las artesanías de un
código simbólico propio y de unos ritos específicos, pues no existía en las
sociedades antiguas ningún oficio que careciera de esos dos componentes que
establecen una relación permanente con las energías invisibles y numinosas. De
entre esos artesanos los grabadores de cuños y leyendas (scalptores y signatores)
eran sin duda los más cualificados por la delicadeza, habilidad, técnica y en
definitiva el arte que su trabajo requería. |